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Hay personas que, en cuanto saben que eres escritora, te sueltan aquello de: «Si te contara mi vida, bonita, podrías hacer un libro». Me temo que las cosas no funcionan así. Por algún motivo misterioso, aquellas anécdotas de quienes creen que su vida puede ser el argumento de una gruesa novela no suelen interesar a quienes vivimos de contar historias. En cambio, de pronto alguien que nunca se propuso hacer épica de su vida te cuenta algo que cree intrascendente y en su anécdota ves el germen de una novela o de un relato fabulosos.

Que a las mujeres nos gusta contar y que nos cuenten historias no es ningún secreto. Tal vez aún lo sea para alguien que hay centenares de historias maravillosas en los relatos cotidianos de tantas mujeres anónimas. Y también algo que las sublima: que acaso a través de esas microhistorias de cada día se vaya tejiendo la historia con mayúsculas. Lo dice Rosa Montero: «Hay una historia que no está en la historia y que sólo se puede rescatar aguzando el oído y escuchando los susurros de las mujeres».

            Esa sospecha me llevó a entrevistar a más de 150 mujeres de entre 11 y 98 años. La excusa era hablar de hombres, ese magnífico tema común que nos une por encima de las generaciones, pero acabó siendo mucho más que eso: una radiografía de la intimidad femenina de casi un siglo. El resultado es un trabajo en el que me ha preocupado mucho reflejar la valentía y la generosidad con que me contaron sus cosas. Quiero creer, además, que es una invitación al diálogo por encima de todo.

           

Desencuentros desde la niñez

            Una curiosidad: las niñas que apenas superan los 10 años ya se quejan del desinterés, la simpleza y la fanfarronería de sus compañeros del otro sexo. Las nacidas unos cuantos años más tarde, y que no han alcanzado los 20, estarán de acuerdo en todo, por eso confesarán preferir a los chicos mayores que ellas, ya que los de su edad sólo están preocupados por el sexo, por perder la virginidad y por atribuirse rápidamente la medalla ante sus colegas. El descubrimiento más interesante entre las más jóvenes es este caso de incipiente bigamia: dos buenas amigas de 11 años interesadas por el mismo chaval se deciden a compartirlo. Le proponen a él ser sus novias. El chico, abrumado, intenta protestar: «Pero dos novias son demasiadas, ¿no?», dice. Ellas le convencen de lo contrario y se inicia un noviazgo a tres bandas que durará lo suficiente para que él repare en sus posibilidades y al día siguiente, nada más llegar al colegio, les comunique su deseo de besarlas todos los días. «Un beso al día aquí», dice, señalando la mejilla. Ellas de ninguna manera consienten en semejante trato y la relación se termina antes de llegar a las 24 horas de vida.

            Para las que no llegan a los veinte no es fácil confesar que aún son vírgenes. Más de la mitad de las encuestadas de esta edad, lo son. Sin embargo, creo que es importante destacar que, en sus relaciones sexuales, ellas llevan la batuta, eligen, deciden si ha llegado o no el momento y con quién. Todas han tenido contactos íntimos. Las que no han completado la relación sexual ha sido porque buscaban algo mejor. No al príncipe azul, pero sí alguien especial. El sexo sin amor no les interesa. No se trata de conservadurismo, sino de información suficiente en la materia y capacidad de decisión. En eso, hay que apuntarlo, se diferencian mucho de sus abuelas y hasta de sus madres. Son la primera generación de mujeres que se enfrenta a este asunto sin demasiadas presiones.

            La generación que vivió el sexo como una revolución fue la que hoy está entre los 40 y los 50 años. «No teníamos información de ningún tipo, pero para ser modernas teníamos que follar enseguida y con el primero que pasase», dice una de ellas. Fueron los años de la revolución sexual: «lo moderno era no ser virgen, y la virginidad se vivía como una lacra terrible», explican. Con los años, estas fiebres pasan, los gustos evolucionan y las preocupaciones cambian. Estas madres de familia están hoy más preocupadas por transmitir a sus hijas los aspectos positivos de la vida que por comprender a sus parejas. Algunas han probado el adulterio y lo consideran fatigoso: «Por increíble que parezca, la clandestinidad de una relación adúltera no es algo que, a nuestra edad, añada morbo, sino todo lo contrario. Es una presión más que hay que sumar a las muchas de nuestra vida».

             A caballo entre las dos posturas descritas están las de la década anterior. Recién casadas tardías, madres recientes, profesionales estresadas, las de 30 a 40 coinciden en señalar que se encuentran en su mejor momento, pero sometidas a infinidad de presiones: «No creo que haya una generación de mujeres más estresada que la mía. Tenemos la obligación de ser madres perfectas, esposas perfectas, amas de casa perfectas, profesionales sin tacha y, encima, amantes insaciables. Yo llego a la noche agotada». Son las primeras en hablar sin tapujos de prácticas y fantasías sexuales. Algunas curiosidades: la que sueña que llega al orgasmo mientras conduce («No lo he puesto en práctica por razones de seguridad», confiesa) o la que gusta de pasar horas contemplando el pene de su marido («Es una aparatito fascinante. Según cómo, hasta parece vegetal. O extraterrestre»). Un capítulo tórrido, como no podía ser menos, sin por ello resultar menos reflexivo o poco crítico.

                       

La línea divisoria

            Hay una fractura clara a partir de los 50. Las que hoy son prejubiladas jóvenes de entre 50 y 60 fueron las primeras en tener acceso a los grandes cambios que revolucionaron la vida de las mujeres: los primeros anticonceptivos hormonales, los primeros electrodomésticos, cierta liberación de las costumbres, la adopción de nuevas prendas de vestir —los pantalones, los pantis— y el destierro de otras —la faja, toda una cruzada—… Todas ellas hablan de sus maridos como si fueran sus hijos. Han descubierto por sus hijas que los tangas son cómodos, pero ellas no los usan. Son, además, las primeras en considerar clausurada la posibilidad de volver a enamorarse. No todas, eso sí. Coinciden, en cambio, en su visión crítica de los hombres: «Son poco románticos. Me gustaría encontrar algo especial, pero ya lo veo negro. Desde que me separé hasta hoy sólo he conocido saldos: Lo primero que querían saber era si tenías trabajo. Luego, te proponían que cuidaras de sus hijos. Y si no, o eran viudos neuróticos o solteros de su mamá. La verdad, estoy mejor sola».

            Entre los testimonios de las más maduras hay un capítulo que merece atención: los relatos de las noches de bodas. «Cuando me vi sola con mi marido en la habitación de aquel hotel, salí al balcón, que daba a una calle muy concurrida. Recuerdo que pensaba: “Si veo pasar a mamá, me iré con ella”. Estaba aterrada». Las que no alcanzan los 70, sin embargo, lamentan la desinformación en la que crecieron. «Yo pensaba que si un hombre me rozaba un poco las tetas ya me quedaría embarazada. Claro, con una educación así, llegábamos vírgenes al matrimonio. Las que tenían más suerte, igual un poco sobaditas, pero nada más». Un error, por cierto, que han procurado no repetir con sus hijas. Para ellas, los hombres son un misterio: «Como melones. Nunca se sabe qué hay dentro». Esta generación, sin embargo, sorprende por su enorme capacidad para adaptarse a los cambios. Su forma de hablar de sexo sorprenderá a más de uno.

            De 70 para arriba ya no tuvieron mucho tiempo de asimilar las grandes revoluciones que afectaron a las mujeres. Para ellas los pantalones, igual que los biquinis, fueron un atrevimiento, aunque en privado, lo reconocen, vestían la picardía: «Yo tenía tres. Eran preciosas. Es una lástima que duraran tan poco tiempo puestas, ni cinco minutos», reconoce alguna. También en esta generación se dan algunos de los testimonios más terribles: «Yo veía el programa de la doctora Ochoa y se confirmaban mis sospechas de que las mujeres necesitábamos preliminares para animarnos un poquito en la cama. Pensaba que estábamos haciendo mal las cosas. Pero mi marido, que aprendió en burdeles, siempre me decía que era yo la que estaba enferma, que aquellas mujeres haciendo lo mismo tenían un orgasmo. Yo pensaba: “Esto no puede ser así».

            Por último, las veteranas. No es fácil para ellas llamar a las cosas por su nombre. Por eso a la marcha atrás, o al coitus interruptus lo llaman «ir en tren y bajar en la penúltima estación». Ese es el método anticonceptivo que han practicado toda su vida, con más o menos éxito, según confiesan. Aunque lo peor de la contracepción no era elegir método —eso estaba claro— sino librarse de la culpa inculcada por la religión. «El cura del pueblo te sermoneaba antes de casarte con aquello de que jamás tenías que decepcionar a tu marido poniéndole trabas y nunca, nunca, poner impedimentos para tener tantos hijos como dios mandara». Según esta norma, una de ellas tuvo 9, y no se arrepiente. La desinformación, lo reconocen, era flagrante: «Yo ya me había casado y seguía convencida de que los bebés nacían por el ombligo». Para seducir a sus maridos se ponían la camisa de dormir o se quitaban el corsé. «Apretaban tanto que a veces no podían respirar», dice una de ellas, que una vez tuvo que librarse del corsé en un cine, mientras disfrutaba de la proyección de El desfile del amor, un musical que Maurice Chevalier protagonizó en 1930.

             

 Artículo publicado en la revista Clara, junio de 2004